viernes, 15 de marzo de 2013

Querido Martín: 

Cuando mañana vengas a buscarme, te explicará mi tía la resolución que he tomado. Es de noche, y en el silencio puedo meditar mejor sobre el terrible suceso de éste día. ¡La he perdido! ¿Te pintaré mi dolor? No podría hacerlo. Recordará que un día, leyendo la vida de Martín Lutero, le juzgué pusilánime porque el terror que le causó la muerte de un amigo a quién hirió un rayo al lado suyo, le hizo entrarse de fraile. Ese juicio era la vana jactancia de la juventud que hablaba por mi boca. Tú, que le absolvías, comprenderás el trastorno de mi espíritu al recibir el golpe que me anonada. ¡Es un rayo del cielo! Me ha venido a herir en mi amor, en medio del corazón, quemando hasta las raíces de la esperanza, el último de los bienes efímeros con que el hombre atraviesa la vida. Sólo una vez al lado del cadáver de mi padre, que expiro en mis brazos, he sentido en el alma un hielo como siento ahora: es la consciencia del abandono en que quedo; de la orfandad eterna de un corazón sin amor, que sólo con amor se sustentaba: ¡ de que nada en el mundo podrá ya consolarme!

Sólo tres líneas , Martín, son las de su carta , pero tres líneas que han corrido como lava ardiente por mi pecho, devastándolo todo, menos mi amor inmenso. En pocas palabras, sin fórmula ninguna que mitigue su aspereza, ella me arroja a la frente su desprecio aterrador. Nada que hable de un pasado de ayer, palpitante todavía, se advierte en esas líneas, nada que haga esperar el perdón que todas las almas nobles, como un destello de Dios , guardan para nuestras miserables flaquezas. Ella, con un corazón de ángel, con el alama bañada de divina pureza, me desprecia Martín, me aborrece. ¿ Cómo luchar contra éste horrorosa convicción? Hasta hoy creía yo que mi voluntad era capaz de hacer frente a todos los contrastes, y era porque no contaba con éste , porque creía que perder la vida, era lo más temible que pudiese amenazarme y contra la muerte me sentía con valor.

Algunas horas he pasado, Martín, reflexionando, como he podido , en lo que debo hacer. Una idea volvía a cada instante a mi espíritu con increíble tenacidad. ¡Es un castigo de Dios! ¿Qué derecho tengo yo , en efecto, de aspirar a la felicidad, cuando he pisoteado sin compasión la de otro ser inocente y débil? Si la justicia del cielo interviene a veces en las faltas del  mundo, debo olvidar la moral acomodaticia con que nos acostumbramos a burlarnos, por torpes pasiones, de lo que hay sobre la tierra de respetable, y postrarme de rodillas ante el fallo justiciero de Dios. El peso de ésta verdad, que casi maquinalmente repiten en las iglesias desde lo alto del púlpito, hiere el espíritu en la desgracias y aterroriza el alma que, en medio de la dicha, las oyera con cuidado fastidio. Cedo, pues , al peso de esta idea: su fuerza me priva de la mía.

Pero no creas , llevado de la impresión de tan tremendo pesar , voy a consagrar mi vida a la penitencia atándome a un claustro con votos indisolubles. Quiero buscar la calma en el silencio, quiero con ejemplos de virtud fortalecerme; quiero ver si es posible borrar su imagen querida de mi pecho; si es posible llorarla como si ella hubiese dejado de existir. Después cuando el tiempo haya tranquilizado mi ánimo y convertido en llevadera melancolía el atroz dolor que me desgarra, ¡quien sabe lo que haré! He vivido tanto en mi amor , que por lo demás , apenas me reconozco; por esto ni aún puedo prever mi resolución.
No creas tampoco que he dejado de pensar en Adelaida. Ni a ella ni a su madre puedo culpar de mi desgracia: las perdono, y ojalá ella lo hagan conmigo. Podría, bien lo se´, reparar a los ojos del mundo mi falta y devolverle su honra que he mancillado; pero, tu no lo ignoras Martín: no la amo. Sería una unión monstruosa que no podría tener otro término que un suicidio, y esto también la haría desgraciada. Conozco que podría darle mi vida, pero no la felicidad. en fin, esto tal vez puede pensarse más despacio. En mi retiro no recibiré a nadie , ¡ ni aún a ti! Te escribiré cuando sienta necesidad de hacerlo, Mi tía queda encargada de recibir mis cartas y mandarme las que me dirijan. Un padres, amigo antiguo de la familia, me ha facilitado este retiro: él será mi consejero.

Tu amigo
RAFAEL SAN LUIS.  




Alberto   Blest Gana.  Martín Rivas. 1862.- 

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